martes, 11 de diciembre de 2018

Cuentos de Navidad



Imagen película de Disney, "Cuento de Navidad".         
Si hay una época que incite a la imaginación a crear historias esa es, sin duda alguna, la Navidad. Y muestra de ello es la cantidad de relatos que tienen que ver con esta fechas. Por citar algunos de ellos: “La pequeña cerillera” de Hans Christian Andersen; “Vida y aventuras de Santa Claus” de L. Frank Baum;  “El expreso polar” de Chris van Allsburg; “El primer milagro” de Azorín; “Cuento de Nochebuena” De Rubén Darío,  “Un árbol navideño y una boda” de Fiodor Dostoievsky;  “Los elfos y el zapatero” de los Hermanos Grimm; “Día de Reyes” de María Lejárraga, “Estas navidades siniestras” de Gabriel García Márquez; “Cuento de Navidad” de Emilia Pardo Bazán, “La adoración de los Reyes” de Valle-Inclán… Y así podríamos seguir hasta completar una larga lista de cuentos. Porque extraño es el autor que se haya resistido a escribir algunas letras que tengan que ver con esta celebración tan universal y entrañable. No obstante, de todos ellos, hay uno que se lleva el galardón de ser el más leído, el más representado, el más versionado… y es, como todos imagináis, “Canción de Navidad” (A Christmas Carol), o también llamado “Cuento de Navidad” de Charles Dickens. La trama del relato, para quien aún no la conozca, tal vez haya por ahí algún despistado, gira en torno a la figura del señor Scrooge, un anciano avaro y explotador que es visitado en su casa por el espíritu de su antiguo socio, Jacob Marley (arrastrando unas cadenas fruto de sus pecados), para anunciarle que se le aparecerán por la noche tres fantasmas: el de las navidades pasadas, presente y futura, al objeto de mostrarle episodios de su vida y lo que le espera de no cambiar de forma de ser. Al final de la historia descubriremos si los tres fantasmas han sido capaces de transformar al desalmado y avaro señor Scrooge. 
En mi opinión, Dickens con este relato no solo sabe atrapar la atención del lector con una historia sublime, sino que nos hace mirar a nuestro propio corazón incitándonos a ser mejores personas con nuestros semejantes; es bien sabido que el motor que impulsó gran parte de la obra de Dickens e, incluso, de acciones de su vida fue la justicia social (por ejemplo, colaboró en  crear una casa para mujeres repudiadas de la sociedad: “Urania Cottage”, donde éstas aprendían a leer y escribir y se graduaban), ya que desde muy niño padeció calamidades como trabajar o ver a su padre encarcelado por deudas.
©2018 M. Carmen Rubio Bethancourt

Y, por aportar mi granito de arena en esto de los cuentos navideños y los buenos propósitos, os dejo este pequeño relato que  espero os guste (al final del mismo añado un enlace donde podréis descargar el cuento de Dickens). ¡Feliz Navidad!

El espíritu de la Navidad

Hacía unos años que Violeta vivía fuera de Madrid y regresaba por Navidad. Sin embargo, qué poca ilusión le hacían a la joven aquellas fiestas; le parecían tediosas con tantos mensajes de buena voluntad que tan solo habrían de durar, y con bastante esfuerzo, unos días. No obstante, se reuniría con la familia a cumplir con lo que exigían tales fechas. Justo el día antes de Nochebuena, el padre de Violeta, observador del estado tan racional por el que atravesaba su hija, la invitó a acompañarle a la Plaza Mayor. La joven refunfuñó un poco, aunque, finalmente, cedió. Violeta y su padre arribaron en la plaza entrada la noche, exactamente en el momento en el que se encendían las luces que decoraban el emplazamiento y los distintos puestecillos que lo ocupaban. El aliento de la joven se contuvo, porque, como lo hiciese el clic del interruptor con aquellas bombillas dándoles alegría, su mente, en un fulminante flash, se trasladó a los años de su niñez en similares circunstancias. ¡Cuánto disfrutaba con sus hermanos recorriendo, uno tras otro, los tenderetes buscando figuritas para el belén o comiendo castañas asadas para endulzar el paseo y repeler el frío de la tarde! Y la cena de Nochebuena…, su madre se empleaba a fondo en hacer el mejor pavo que se habría de comer en toda la ciudad. Y Violeta daba por hecho que lo conseguía, porque qué bien olía y qué bien sabía aquel asado, tanto que no había un solo adulto que probase tan suculento manjar que no pidiera la receta a su madre; de ella Violeta solo retenía: ‹‹Mucho Tomillo, laurel y una pizca de pimienta». Después de disfrutar de la buena mesa, llegaba el turno de los villancicos y, con un poco de suerte y dos copitas de anís, las bulerías de la tía Carmen, éstas tan bien ‹‹cantás» que lograban hacer bailar, incluso, a la abuela Felisa (muy dada ella a echar ‹‹cabezaditas» en la butaca). La emoción de los recuerdos embargó a Violeta, hasta el punto de sentirse culpable por haber dejado de derrochar sin condiciones su alegría. Su padre, que pareció advertir su desazón, le dio un beso en la mejilla, precisamente el impulso que necesitaba para abrir de par en par su corazón a la Navidad.
©2018 M. Carmen Rubio Bethancourt

Enlace relato “Canción de Navidad” de Charles DicKens.




sábado, 29 de septiembre de 2018

El otoño como inspiración.



Otoño inspirador.
Es un hecho comprobado que la naturaleza es motivo de inspiración para muchos escritores, y, como parte de ella, las estaciones no iban a ser una excepción. Y dado que entramos en una de las que a mí más me gustan: el otoño, me ha parecido acertado dar la bienvenida a éste con algunas creaciones literarias de escritores célebres que, de un modo u otro, lo evocan (al final de tan maravillosas letras, añado un microrrelato de mi autoría sin pretensión alguna de equipararme a tan grandes autores solo de unirme a la bienvenida).  Si os fijáis, es curioso observar la gama de sensaciones tan dispares que provoca.
Otoño, por Mario Benedetti
Aprovechemos el otoño
antes de que el invierno nos escombre
entremos a codazos en la franja del sol
y admiremos a los pájaros que emigran
Ahora que calienta el corazón
aunque sea de a ratos y de a poco
pensemos y sintamos todavía
con el viejo cariño que nos queda
Aprovechemos el otoño
antes de que el futuro se congele
y no haya sitio para la belleza
antes de que el futuro se nos vuelva escarcha.                                                                                                        
Canción de otoño, por Paul Verlaine (curiosidad: los primeros versos del poema fueron escogidos como contraseña por los aliados en la Segunda Guerra Mundial para dar la señal a la resistencia francesa que se iniciaba el desembarco de Normandía)
Los largos sollozos
de los violines
del otoño
hieren mi corazón
con monótona
languidez

Todo sofocante
y pálido, cuando
suena la hora,
yo me acuerdo
de los días de antes
y lloro

Y me voy
con el viento malvado
que me lleva
de acá para allá,
igual que a la
hoja muerta.

El otoño según George Eliot (Mary Anne Evan).

“¡Delicioso otoño! Mi alma está muy apegada a él, si yo fuera un pájaro volaría sobre la tierra buscando los otoños sucesivos.”

El otoño visto por Juan Ramón Jiménez
Esparce octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.

Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina. 

Paisaje, por Federico García Lorca

La tarde equivocada
se vistió de frío.
Detrás de los cristales
turbios, todos los niños
ven convertirse en pájaros
un árbol amarillo.
La tarde está tendida
a lo largo del río.

Y un rubor de manzana
tiembla en los tejadillos.

Otro otoño triste, por Miguel Hernández
Ya el otoño frunce su tul
de hojarasca sobre el suelo,
y en vuelo repentino,
la noche atropella la luz.

Todo es crepúsculo,
señoreando en mi corazón.
Hoy no queda en el cielo
ni un remanso de azul.

Qué pena de día sin sol.
Qué melancolía de luna
tan pálida y sola,
ay que frío y ay que dolor.

¿Dónde quedó el calor
del tiempo pasado,
la fuerza y la juventud
que aún siento latir?

Se fue quizás con los días cálidos,
de los momentos que a tu lado viví.
Y así esperando tu regreso,
otro otoño triste ha llegado sin ti.
Las estaciones, según Rosalía de Castro.

“Frío y calor, otoño o primavera, ¿dónde se encuentra la alegría? Hermosas son las estaciones todas para el mortal que en sí guarda la dicha”

Melancolía, por Manuel Machado
Me siento, a veces, triste
como una tarde del otoño viejo;
de saudades sin nombre,
de penas melancólicas tan lleno...

Mi pensamiento, entonces,
vaga junto a las tumbas de los muertos
y en torno a los cipreses y a los sauces
que, abatidos, se inclinan... Y me acuerdo
de historias tristes, sin poesía... Historias
que tienen casi blancos mis cabellos.

Amanecer de otoño, por Antonio Machado
(dedicado a Julio Romero de Torres)

Una larga carretera 
entre grises peñascales, 
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.


Está la tierra mojada 
por las gotas del rocío, 
y la alameda dorada, 
hacia la curva del río. 

Tras los montes de violeta 
quebrado el primer albor: 
a la espalda la escopeta, 
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.

Sonata de Otoño (fragmento) Ramón del Valle Inclán

En el fondo del laberinto cantaba la fuente como un pájaro escondido, y el sol poniente doraba los cristales del mirador donde nosotros esperábamos. Era tibio y fragante: gentiles arcos cerrados por vidrieras de colores le flanqueaban con este artificio del siglo galante que imaginó las pavanas y las gaviotas. En cada arco, las vidrieras formaban tríptico y podía verse el jardín en medio de una tormenta, en medio de una nevada y en medio de un aguacero. Aquella tarde el sol de otoño penetraba hasta el centro como la fatigada lanza de un héroe antiguo.

Te recuerdo como eras en el último otoño, por Pablo Neruda
Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.

Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.

Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.

Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.

Esbozos, por Hermann Hesse

El viento del Otoño crepita frío entre los juncos secos, 
envejecidos por el anochecer; 
aleteando, las cornejas vuelan desde el sauce, tierra adentro.

Un viejo solitario se detiene un instante en una orilla,
siente el viento en sus cabellos, la noche y la nieve que se acercan,
desde la orilla en sombras mira la luz enfrente
donde entre nubes y lago la línea de la costa más lejana
todavía refulge en la cálida luz:
áureo más allá, dichoso como el sueño y la poesía.

La mirada sostiene con firmeza en la fulgurante imagen,
piensa en la patria, recuerda sus buenos años,
ve palidecer el oro, lo ve extinguirse,
se vuelve y, lentamente, se dirige
tierra adentro desde aquel sauce.

El otoño, según George Sand (Aurore-Lucile Dupin).

“El otoño es un andante melancólico y gracioso que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno”


Micro dedicado al otoño de mi autoría.

Otoño

Hoy las calles no temen al sol que se había adueñado de ellas sin la más mínima piedad, hoy no dejo al aire que me abrace y calme el calor de mi cuerpo, hoy el mar golpea la roca con más fuerza y el cielo ha cambiado, es menos azul, más caprichoso, traicionero a veces, hoy siento mis pasos al caminar sobre una alfombra cobriza que danza al son del viento y embriaga mis sentidos, hoy me siento renacer.
©2018, M. Carmen Rubio Bethancourt
Y hasta aquí esta entrada tan otoñal, espero que os haya gustado y disfrutéis de la nueva estación que ya está entre nosotros.












jueves, 14 de junio de 2018

Cuentos de siempre, "curioso".


Caperucita, ilustración holandesa de 1868

Quién de nosotros, o de nuestros pequeños, no ha oído hablar de Caperucita Roja,  El Patito feo, Blancanieves y los siete enanitos, Hänsel y Gretel, El gato con botas, Cenicienta… y así hasta completar una larga lista de cuentos infantiles que han logrado, y logran, hacernos pasar horas de entretenimiento, curiosidad e ilusión. Pero ¿cómo nos ha sido posible conocer estos relatos? Contestar a esta pregunta requiere mencionar a Charles Perrault, Los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen.

Empecemos por el primero de los autores citados, Charles Perrault, fue un funcionario y escritor francés del siglo XVII, formado en leyes y lenguas muertas, famoso por recopilar una serie de cuentos de tradición oral o descritas por otros escritores como Giambattista Basile (colección de cuentos llamada “Pentamerone”), entre ellos, Perrault llevó al papel:  Caperucita roja, La bella durmiente, Cenicienta, El gato con botas, Pulgarcito… En sus "Historias o Cuentos de antaño", más conocido como "Los cuentos de mamá Gansa" (por la imagen que ilustraba su cubierta), se encuentran la mayoría de sus cuentos más famosos. Como curiosidad, decir que Perrault añadía a sus relatos paisajes que le eran conocidos, como el Castillo de Ussé para el cuento de La Bella Durmiente, y moralejas al final de cada cuento (tened en cuenta que son historias que tienen por fin aleccionar a la sociedad sobre lo que está bien y lo que está mal, de ahí premiar o castigar).
Los hermanos Grimm, Jacob y Wilhelm, filólogos y folcloristas alemanes de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX, deciden recopilar una serie de cuentos de tradición oral local con el fin de preservar la cultura alemana. Con ese propósito, entre 1812 y 1822, publican una colección de cuentos: “Cuentos infantiles y del hogar”, ampliada en 1857 en “Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm”. Estos cuentos han servido para difundir y conocer historias tan famosas como son Blancanieves y los siete enanitos, Hänsel y Gretel, El lobo y los siete cabritillos, La Cenicienta, La bella durmiente, Juan sin miedo, Caperucita Roja, Verdezuela (Rapunzel), Rupelstikin… Una característica de los cuentos recopilados por los Grimm es que preferían los finales felices, algo que Perrault no tenía en cuenta, y utilizaban fórmulas de inicio y final, por ejemplo, el famoso comienzo “Érase una vez o Había una vez”.

Y para concluir, Hans Christian Andersen, autor danés del siglo XIX, imaginó obras como La sirenita, La pequeña vendedora de fósforos, Pulgarcita, El patito feo, El soldadito de plomo, La princesa y el guisante…, narraciones que irán saliendo a la luz a partir de la primera colección de sus “Cuentos contados a los niños”. Una costumbre de Andersen fue la de narrar de su propia voz sus cuentos. Su inspiración para escribir sus relatos le venía de sus experiencias particulares, aunque tampoco desdeñaba indagar en las fuentes de la tradición popular o narraciones mitológicas alemanas y griegas. Sus cuentos se han traducido a más de 80 idiomas y han sido adaptados a obras de teatro, ballets, películas... Actualmente el premio más importante de literatura infantil y juvenil lleva su nombre.

Como se habrá podido observar, hay cuentos mencionados que   tienen doble autoría, tal es el caso de Cenicienta, Caperucita roja o La Bella durmiente, y ello es debido a que, tanto Perrault como los hermanos Grimm, bebieron de las fuentes tradicionales para hacer su colección de cuentos y no los idearon. Ahora bien, sí que hicieron sus propias versiones, entre otras cosas, porque las adaptaron a su tiempo. Veamos este asunto con ciertos ejemplos: 
Caperucita Roja: en el cuento tradicional se narra que el lobo invita a Caperucita a comer sangre y carne fresca (la de la abuela despedazada), hecho que tanto Perrault como los Grimm eliminan de sus versiones, sin embargo, Perrautl mantiene una escena lujuriosa en la que el lobo invita a Caperucita a meterse en la cama con él, además de no suprimir el final trágico de la abuela y de la niña en la panza del lobo; en la versión de los Grimm se descarta la escena de cama y añaden un personaje a la historia: el leñador, que será quien salve a la abuela y a Caperucita de morir a manos del lobo y de al relato un final feliz. 
Cenicienta: en este cuento será Perrault quien cambie el zapato de piel de animal de la tradición oral por el de cristal y añade el hada para ayudar a Cenicienta (posiblemente detalles más al gusto de la corte francesa, para la que trabajaba); en la versión de los hermanos Grimm no hay hada, sino un árbol y en él un pajarillo que concede deseos (más afín a la tradición germánica), y en vez de un zapato de cristal uno de oro que incitará a la madrastra a proponer a sus hijas algo tan macabro como pueda ser cortarse los dedos del pie, a una, y el talón, a otra, para que el zapato les entre y puedan casarse, una u otra, con el príncipe (cosa que no consiguieron a pesar de todo), además, los Grimm añaden un violento final en el que las hermanastras quedarán ciegas al picarles unas palomas los ojos por malvadas.  
Y así podríamos seguir con el resto de los cuentos adaptados, con una forma de contarlo según Perrault o según los Grimm, eso sí, sin que la esencia del cuento se perjudicara por ello.

Y colorín colorado esta entrada se ha acabado y espero que os haya gustado.
©M. Carmen Rubio Bethancourt


Páginas consultadas en la web:

miércoles, 21 de febrero de 2018

El narrador del relato, ¿cuál es más útil a nuestra obra?

Niña leyendo, Renoir.
Cuando tenemos intención de escribir una historia, de las primeras cuestiones que nos planteamos es qué tipo de narrador utilizaremos para hacerla llegar a los lectores. Uno de mis narradores preferidos es el narrador protagonista, porque, desde mi punto de vista, mantiene con el lector una relación íntima que hace muy fácil introducirlo en la trama como una especie de confidente, aunque también tiene sus inconvenientes, entre otras cosas, no puede abarcar cualquier situación a no ser que la vea, la escuche o se la cuenten. Sin embargo, estas carencias se pueden suplir utilizando otro tipo de narradores que a continuación, y en líneas generales, voy a comentaros.
Según creo conocer, entre los tipos de narradores están los que no forman parte del relato (extradiegéticos o externos) y los que tienen que ver con él (diegéticos o internos).

Atendiendo al primer tipo, narradores externos:
-Narrador omnisciente: conoce todo sobre la trama: personajes, situaciones, hechos, incluso, cómo piensan y sienten. Utiliza la tercera persona gramatical. Ejemplos hay muchísimos en la literatura, tal es el caso de obras tan famosas como “La Regenta” de Clarín o “Ana Karenina” de Tolstoi.
-Narrador equisciente: Conoce la historia, pero desde el punto de vista de un solo personaje del que sabe todo. Utiliza la tercera persona. Es un estilo muy utilizado en las novelas de suspense o policiacas, ejemplo de ello lo tenemos en relatos como los de Agatha Christie
-Narrador deficiente u observador: se limita a narrar los hechos en tercera persona, no se implica ni puede acceder al mundo interior de los personajes, actúa como una cámara de vídeo, captando todo cuanto ve sin más; muy utilizado en el estilo periodístico o de informe. Ejemplo, “La Colmena” de Cela

En cuanto a los narradores internos o que son parte de la trama (protagonistas o personajes):
-Narrador protagonista: cuenta los hechos que le suceden y son causa de la historia; utiliza la primera persona. Su punto de vista es único, por lo que desconoce lo que siente el resto de los personajes a no ser que lo vea, escuche o se lo cuenten, es conocido como narrador autodiegético. Ejemplo de ello lo tenemos en “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee o “El guardián entre el centeno” de Salinger.   
-Narrador secundario o testigo: no es protagonista, pero forma parte de la historia y cuenta lo que sucede a los personajes. Se le conoce como narrador homodiegético. Generalmente utiliza la primera persona para contar los hechos, pero también puede utilizar la tercera. Las novelas de “Sherlock Holmes” de Conan Doyle, descritas por el doctor Watson, fiel compañero del protagonista, son una buena muestra de este tipo de narrador.
-Narrador en segunda persona. Por lo general, tiene que ver con la trama. Es fácil identificarle porque se dirige al lector, de tal forma, que parece que éste tenga que ver con cuanto ocurre. Un buen ejemplo es la novela “Cinco horas con Mario” de Miguel Delibes.

Y para concluir, añadiré que hay relatos en los que podemos observar la alternancia de narradores, por tanto, es una posibilidad a tener en cuenta a la hora de elaborar nuestra historia; la novela “Los pacientes del doctor García”, de Almudena Grandes, es un modelo de este tipo de narración.
Espero que el artículo os haya gustado y os sea útil.
© 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt

Artículos consultados en la web. 

lunes, 29 de enero de 2018

La caja, relato (2ª y última parte)

Como anticipé en la anterior entrada, aquí va la segunda parte del relato. Espero os guste.
L' Hermitage Pontoise, Pissarro.
La caja
(2ª y última parte)
Al día siguiente, Diego volvió al camino, solo, decepcionado, soportando el frío de la mañana y la tristeza de saber que para él todo seguía igual. ¿Por qué no asumiría él aquel extraño encargo?, se preguntaba y se maldecía a sí mismo por no haberlo hecho. Entre pensamiento y pensamiento, los dos caballeros, tal como habían quedado con los muchachos, se presentaron ante Diego. 
—Buenos días, chico, ¿qué tal?  —saludaba, como la mañana anterior, el hombre alto al joven con toque de sombrero que imitaba el señor bajito.
Diego se quedó inmóvil, sorprendido, pues aquellos hombres aparecieron de la nada, tal cual ocurriera la jornada anterior.
—¿Y tú compañero? —le preguntó antes de dar tiempo a Diego a contestar nada.
—Mi compañero… —respondía el joven con una cierta ironía en su voz— ¡Ja!, se ha largado con su caja.
—¿La abrió? —preguntó el otro señor sin parecer sorprenderse ante dicha información.
—Por supuesto, no ve que no está aquí —se mostraba Diego algo irascible—. Se ha quedado con sus dichosas monedas de oro.
—¿Y tú no tomaste una de ellas? —indagaba con cara de viejo zorro el hombre bajito.
Diego quedó dubitativo, sin saber cómo contestar, ya que su compañero no  compartió las monedas, pero él las quiso; descubrir este último detalle no le convenía, hubiera supuesto dar a conocer su lado mezquino, así que cambió su versión.
—Bueno, yo no deseaba entrar en esa pillería, señor.
—Me alegra saberlo, muchacho, muy bien —apoyaba el hombre alto la postura tomada por el chico—. ¡Lástima no poder toparnos con ese sinvergüenza!
—Bueno, señores, en eso quizás yo pueda ayudarles.
Los caballeros se miraron con complicidad, acto seguido se dirigió el señor bajito a Diego.
—Bien, dinos.
Diego no se lo pensó dos veces y comenzó a dar toda la información a aquellos enigmáticos caballeros que escuchaban sin la más mínima señal de sorpresa.
—Estupendo, joven. Muchas gracias —expresó el señor alto—. Es una pena que tu amigo haya echado a perder la sustanciosa recompensa que tenía preparada para vosotros.
—Pero yo no he hecho nada, es más, les he dicho, incluso, donde encontrar a ese sinvergüenza.
—Lo siento, muchacho, pero es imposible —insistía el señor alto—. Me habéis hecho perder la apuesta y no puedo pagarte nada.
—¿La apuesta? —Diego no comprendía.
—Sí; aposté con mi colega, aquí presente, que la verdadera amistad es inquebrantable, él piensa lo contrario.
—Pero no hemos faltado a ese sentimiento, señor, al menos yo no.
—Tu puntualización deja bien claro que tu amigo sí lo ha hecho, y en cuanto a ti…, bueno, es más que evidente que nos has servido a tu compañero en bandeja.
Diego enmudeció ante la razón.
—En fin, otra vez será, muchacho. Buenos días.
Sin más que añadir, los caballeros continuaron su camino ante la mirada atónita del joven Diego.

FIN

© 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt

viernes, 19 de enero de 2018

La caja, relato (primera parte)

Pintura de Cézanne, Bosque.

En esta entrada voy a exponer un relato en el que la amistad se pone a prueba. Dado que es más largo de lo que habitualmente presento en el blog, os dejo con la primera de las dos partes que lo componen. A ver qué os parece.

La caja 
(primera parte)
Como cada día, Diego y Pedro recorrían el camino con un ánimo que solo su mutua compañía alegraba, dado que no había mejores amigos que aquellos dos jóvenes. Cada mañana, desde hacía unos meses, a los chicos les aguardaba una tarea farragosa, adecuar las caballerizas de la finca de Don Augusto Montes. A pesar de que el pan entraba en casa, ambos sentían que aquel trabajo no era para ellos, ellos aspiraban a algo mejor, porque sus sueños eran mutuos e imaginaban abandonar un día aquel lugar e ir a una de las grandes ciudades del país; habían oído que surgían fábricas por doquier y pagaban bien, la industrialización requería mano de obra. Pero aún era pronto para marchar, ya que ni Diego ni Pedro tenían las manos libres, a Diego se lo impedían un par de niñas, sus hermanas, no podía dejarlas a cargo de su padre, era un alcohólico empedernido; a Pedro su madre, los gastos médicos de su última enfermedad la dejó sumida en deudas. Cuando ya restaba a los muchachos muy poco para llegar a su destino, dos caballeros de porte elegante, uno alto y otro bajo, se detuvieron ante ellos.
—¡Buenos días, chicos! —les saludaba el señor alto completando sus palabras un toque de sombrero que imitó su compañero.
Los jóvenes, sorprendidos, esperaron a ver qué deseaban aquellos señores antes de atreverse a decir lo más mínimo; sabían que con el estamento adinerado de la sociedad, y esos tipos lo parecían, no podían tomarse licencias ni siquiera para hablar, eso sí, libraron sus cabezas de unas simples gorras por corresponder al saludo.
—No os asustéis, tranquilos —prosiguió—. Veréis, hemos detenido vuestro trayecto porque necesitamos que nos hagáis un favor.
—¿Un favor? —se atrevió Pedro a intervenir. 
—Sí —afirmó el hombre—, pero requiere confianza entre vosotros.
—Somos muy buenos amigos —expresó Pedro—, los mejores, si les sirve.
—Por supuesto  —afirmó el mismo caballero.
—Y el favor sería… —indagaba Diego.
—Que uno de vosotros custodie esta caja hasta mañana a esta misma hora —mostró el señor alto el artículo pequeño y de madera—; será cuando pasemos a buscarla. Naturalmente habrá una generosa recompensa por ello. ¿Qué nos decís?
Pedro y Diego se miraron como si entre ambos estuviera surgiendo una conversación que solo ellos entendían. Al cabo de unos segundos Diego habló:
—Pero, esa caja, ¿tiene algo que ver con asuntos turbios? No nos gustaría meternos en ningún lío, ¿comprenden, señores?
—Oh, no, no —respondió el caballero bajito que hasta el momento no había abierto la boca—, solo que ahora no la podemos llevar encima. Así que, ¿qué nos respondéis?
—Sí, sí, no hay problema —contestó diligente Pedro.
—Un momento —interrumpió Diego el negocio que parecía llegar a término—, yo no estoy de acuerdo en quedarnos con esa cosa; a saber qué guarda. Este asunto no está muy claro.
—Bueno, como queráis —volvió a tomar la palabra el señor alto—. Ya buscaremos a quien pueda ayudarnos.
—No, no —intervino raudo Pedro—, me ocupo yo de esa caja —resolvió Pedro ante la mirada atónita de Diego.
—Estupendo —expresó con deleite el hombre alto—. Y sobre la recompensa, que sepáis, aunque te haces tú cargo de la caja, muchacho, será para ambos  —los chicos se miraron complacidos—. Otra cosa, responsabilizarse de esta caja requiere una condición….
—Y es… —indagaba Pedro con impaciencia; tal vez no fuera buena idea prestar el favor y aún podía arrepentirse. 
—Una muy simple, no abrirla.
—Sin problema —sentenció Pedro.
Concluido el acuerdo, los chicos siguieron su camino y los señores se perdieron en el suyo.
Pedro y Diego no daban crédito a lo que había ocurrido, parecía todo tan fácil y a la vez tan misterioso. Los chicos habían prometido no abrir la caja, pero la curiosidad era demasiado fuerte, tanto que no podían resistirse a tener algún tipo de indicio sobre lo que podría contener aquel objeto. Comenzaron por observarlo, no parecía verse en él nada especial, una cajita de madera de aparente fácil apertura, de esas a las que solo impide levantar la tapa una presilla de metal; tras el repaso visual, Pedro hizo sonar la caja cerca de su oído, solo escuchó un leve tintineo. La curiosidad crecía en ellos, hasta tal punto que les era necesario mirar en el interior. Pero... lo habían prometido, se repetían, aun así, les pudo el deseo de conocer. Dos monedas de oro, eso era exactamente lo que contenía aquel pequeño objeto de madera. Una expresión de asombro invadió los rostros de los jóvenes.
—¡Oro, dos monedas de oro! —exclamó Pedro maravillado—. ¿Sabes lo que podría hacer con esto, Diego? Podría saldar la deuda de mi madre con ese médico usurero e irme de este pueblo de una vez por todas.
En tanto Pedro parecía vislumbrar su futuro, Diego quedaba perplejo, pues no daba crédito a las intenciones que su compañero contemplaba sobre las monedas de las que solo tenía su guarda y custodia. Sin embargo, una cierta envidia empezó a invadir a Diego, hasta tal punto que no pudo evitar desear ser cómplice de la fechoría.
—Contarás conmigo, ¿no, amigo?  
—¡Eh! —se sorprendía Pedro—. Bueno, tú no querías quedarte con la caja, por tanto, no veo por qué voy a tener que compartir nada contigo.
—Pero siempre lo hemos hecho todo a medias, Pedro, creo que en este asunto también deberíamos hacerlo; de alguna manera soy tu cómplice.
—No, no lo eres, tú has dicho que no querías saber nada de la caja. Así que pagaré la deuda de mi madre y abandonaré este lugar de mierda; estoy harto de romperme la espalda en esos establos.
—También yo estoy harto, Pedro, y lo sabes; una de esas monedas podría darme la oportunidad de ayudar a mis hermanas y largarme contigo.
—Esto para dos no supone gran cosa, Diego. Así que, lo siento, pero ya mismo me largo; no estoy dispuesto a que me echen el guante.
Dicho y hecho, Pedro dejaba a su compañero y se marchaba, como alma que llevase el diablo, de vuelta a casa.
Diego no cabía en sí de la decepción, su mejor amigo, su cómplice, su compañero de fatigas le había dejado en la estacada.
(Continuará)
 © 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt