viernes, 19 de enero de 2018

La caja, relato (primera parte)

Pintura de Cézanne, Bosque.

En esta entrada voy a exponer un relato en el que la amistad se pone a prueba. Dado que es más largo de lo que habitualmente presento en el blog, os dejo con la primera de las dos partes que lo componen. A ver qué os parece.

La caja 
(primera parte)
Como cada día, Diego y Pedro recorrían el camino con un ánimo que solo su mutua compañía alegraba, dado que no había mejores amigos que aquellos dos jóvenes. Cada mañana, desde hacía unos meses, a los chicos les aguardaba una tarea farragosa, adecuar las caballerizas de la finca de Don Augusto Montes. A pesar de que el pan entraba en casa, ambos sentían que aquel trabajo no era para ellos, ellos aspiraban a algo mejor, porque sus sueños eran mutuos e imaginaban abandonar un día aquel lugar e ir a una de las grandes ciudades del país; habían oído que surgían fábricas por doquier y pagaban bien, la industrialización requería mano de obra. Pero aún era pronto para marchar, ya que ni Diego ni Pedro tenían las manos libres, a Diego se lo impedían un par de niñas, sus hermanas, no podía dejarlas a cargo de su padre, era un alcohólico empedernido; a Pedro su madre, los gastos médicos de su última enfermedad la dejó sumida en deudas. Cuando ya restaba a los muchachos muy poco para llegar a su destino, dos caballeros de porte elegante, uno alto y otro bajo, se detuvieron ante ellos.
—¡Buenos días, chicos! —les saludaba el señor alto completando sus palabras un toque de sombrero que imitó su compañero.
Los jóvenes, sorprendidos, esperaron a ver qué deseaban aquellos señores antes de atreverse a decir lo más mínimo; sabían que con el estamento adinerado de la sociedad, y esos tipos lo parecían, no podían tomarse licencias ni siquiera para hablar, eso sí, libraron sus cabezas de unas simples gorras por corresponder al saludo.
—No os asustéis, tranquilos —prosiguió—. Veréis, hemos detenido vuestro trayecto porque necesitamos que nos hagáis un favor.
—¿Un favor? —se atrevió Pedro a intervenir. 
—Sí —afirmó el hombre—, pero requiere confianza entre vosotros.
—Somos muy buenos amigos —expresó Pedro—, los mejores, si les sirve.
—Por supuesto  —afirmó el mismo caballero.
—Y el favor sería… —indagaba Diego.
—Que uno de vosotros custodie esta caja hasta mañana a esta misma hora —mostró el señor alto el artículo pequeño y de madera—; será cuando pasemos a buscarla. Naturalmente habrá una generosa recompensa por ello. ¿Qué nos decís?
Pedro y Diego se miraron como si entre ambos estuviera surgiendo una conversación que solo ellos entendían. Al cabo de unos segundos Diego habló:
—Pero, esa caja, ¿tiene algo que ver con asuntos turbios? No nos gustaría meternos en ningún lío, ¿comprenden, señores?
—Oh, no, no —respondió el caballero bajito que hasta el momento no había abierto la boca—, solo que ahora no la podemos llevar encima. Así que, ¿qué nos respondéis?
—Sí, sí, no hay problema —contestó diligente Pedro.
—Un momento —interrumpió Diego el negocio que parecía llegar a término—, yo no estoy de acuerdo en quedarnos con esa cosa; a saber qué guarda. Este asunto no está muy claro.
—Bueno, como queráis —volvió a tomar la palabra el señor alto—. Ya buscaremos a quien pueda ayudarnos.
—No, no —intervino raudo Pedro—, me ocupo yo de esa caja —resolvió Pedro ante la mirada atónita de Diego.
—Estupendo —expresó con deleite el hombre alto—. Y sobre la recompensa, que sepáis, aunque te haces tú cargo de la caja, muchacho, será para ambos  —los chicos se miraron complacidos—. Otra cosa, responsabilizarse de esta caja requiere una condición….
—Y es… —indagaba Pedro con impaciencia; tal vez no fuera buena idea prestar el favor y aún podía arrepentirse. 
—Una muy simple, no abrirla.
—Sin problema —sentenció Pedro.
Concluido el acuerdo, los chicos siguieron su camino y los señores se perdieron en el suyo.
Pedro y Diego no daban crédito a lo que había ocurrido, parecía todo tan fácil y a la vez tan misterioso. Los chicos habían prometido no abrir la caja, pero la curiosidad era demasiado fuerte, tanto que no podían resistirse a tener algún tipo de indicio sobre lo que podría contener aquel objeto. Comenzaron por observarlo, no parecía verse en él nada especial, una cajita de madera de aparente fácil apertura, de esas a las que solo impide levantar la tapa una presilla de metal; tras el repaso visual, Pedro hizo sonar la caja cerca de su oído, solo escuchó un leve tintineo. La curiosidad crecía en ellos, hasta tal punto que les era necesario mirar en el interior. Pero... lo habían prometido, se repetían, aun así, les pudo el deseo de conocer. Dos monedas de oro, eso era exactamente lo que contenía aquel pequeño objeto de madera. Una expresión de asombro invadió los rostros de los jóvenes.
—¡Oro, dos monedas de oro! —exclamó Pedro maravillado—. ¿Sabes lo que podría hacer con esto, Diego? Podría saldar la deuda de mi madre con ese médico usurero e irme de este pueblo de una vez por todas.
En tanto Pedro parecía vislumbrar su futuro, Diego quedaba perplejo, pues no daba crédito a las intenciones que su compañero contemplaba sobre las monedas de las que solo tenía su guarda y custodia. Sin embargo, una cierta envidia empezó a invadir a Diego, hasta tal punto que no pudo evitar desear ser cómplice de la fechoría.
—Contarás conmigo, ¿no, amigo?  
—¡Eh! —se sorprendía Pedro—. Bueno, tú no querías quedarte con la caja, por tanto, no veo por qué voy a tener que compartir nada contigo.
—Pero siempre lo hemos hecho todo a medias, Pedro, creo que en este asunto también deberíamos hacerlo; de alguna manera soy tu cómplice.
—No, no lo eres, tú has dicho que no querías saber nada de la caja. Así que pagaré la deuda de mi madre y abandonaré este lugar de mierda; estoy harto de romperme la espalda en esos establos.
—También yo estoy harto, Pedro, y lo sabes; una de esas monedas podría darme la oportunidad de ayudar a mis hermanas y largarme contigo.
—Esto para dos no supone gran cosa, Diego. Así que, lo siento, pero ya mismo me largo; no estoy dispuesto a que me echen el guante.
Dicho y hecho, Pedro dejaba a su compañero y se marchaba, como alma que llevase el diablo, de vuelta a casa.
Diego no cabía en sí de la decepción, su mejor amigo, su cómplice, su compañero de fatigas le había dejado en la estacada.
(Continuará)
 © 2018, M. Carmen Rubio Bethancourt

4 comentarios:

  1. Este relato suena a cuento con moraleja. De momento, parece que la codicia puede llegar a romper una amistad aparentemente inquebrantable. ¿Qué contendrá la caja? Me suena a trampa, a una prueba que los dos individuos han tendido a los dos jóvenes. Pero ¿por qué? Esperaré al siguiente capítulo, jeje
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Josep.
      Me alegra mucho tu visita. Pues la caja va a poner a prueba a los amigos. Veremos qué sucede. en la siguiente parte, y última, lo descubrirás. Un abrazo.

      Eliminar
  2. Muy interesante, amistad, necesidad, ruptura, incumplimiento, cebo, y....a esperar el desenlace.
    Gracias

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Fernando. Siempre tan atento. La semana que viene lo subo. Un abrazo.

      Eliminar